“A la
Biblia se le reconoce universalmente una sólida autoridad en el plano ético, así
como también ha tenido y mantiene una notable influencia en el arte, el cine o
la creación literaria. No pocos críticos consideran a la literatura bíblica
como el principal resorte para la representación de la realidad en la cultura
occidental. (…) Pero la Biblia no es un simple monumento de interés
cultural, sino que es, sobre todo, un libro religioso que responde a las
grandes preguntas que, de un modo u otro, todo hombre se plantea” (Francisco
Varo; Las claves de la Biblia; p.
11).
Ahora bien,
¿por qué esta notable influencia de la Biblia en nuestra cultura y en nuestras
vidas? Ningún libro, por ingente y científico que fuera, ha ejercido tanto como
la Biblia y se ha mantenido por casi dos milenios (y eso si hablamos solo del N.
T.). La respuesta es esta: “hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2 p. 1, 21b),
por iniciativa de Dios. Como se ve, aquí concurren tanto el hombre con sus
facultades como Dios. Por un lado, Dios mismo escribe lo que quiere decir (Dt
9, 10), pero por otro, manda a los hombres que escriban sus palabras para
enviarla a todo el orbe (Ap 1, 11; 14, 13) que son sus verdaderas palabras
(Ibíd 19, 9; 21,5) y que unos hombres dan ¡fe de ello! (2 P 1, 18; 1 Jn
1, 1) así como un notario—por poner un ejemplo, y como tal quedándose corto—da
fe de unas palabras que los contrayentes se dicen el uno al otro (Art. 99
código civil). Y esto en todos los tiempos; porque “la historia es un
ininterrumpido reponer fundamentos y retejar techos para la casa de la vida
humana” (Olegario Gonzáles de Cardedal; Rátzinger y Juan Pablo II; p. 186) con—y
principalmente—la ayuda de Dios. Así, los hombres “narran los hechos y
disciernen intervenciones divinas”; proponen verdad (revelación de Dios en
Cristo) y verdades (las consecuencias que implican o se derivan de ella)”;
“crean formas de vida”; acogen o suscitan y sostienen esperanzas humanas” y,
finalmente “anuncian las promesas divinas (Ibíd. Pp. 189-196). Esto es, pues, la inspiración
divina: Dios que habla al hombre de todos los tiempos en su cotidianidad, y
éste acoge y escribe en plena libertad. Así, “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en
el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos
nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1b) que se encarnó (Jn 1, 14) y entró
en nuestra historia.
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